sábado, 21 de noviembre de 2009

Microrrelato




PRESENTIMIENTOS

Recordaría aquél día toda mi vida, y la verdad, hasta el día de hoy, sigo recordando con claridad hasta el más mínimo de los detalles.
Era un día claro. En el ambiente se respiraba ya la llegada de la primavera; la alegría, las flores, el olor a hierba recién cortada, el aroma del mar,… y sobre todo las nuevas ansias de vivir y resurgir que iban penetrando por todos los rincones, misteriosamente, sin saber cómo, igual que amanece o anochece.
Por aquel entonces yo aún no había cumplido los diez años. Aunque era todavía una niña, ya no me sentía como tal. Había madurado más deprisa de lo normal por circunstancias de mi vida que ahora mismo no quiero contar.
Aquella tarde me encaminaba hacia mi casa, mi pequeña y gran casa, tan deteriorada y tan derruida que parecía que en cualquier momento se derrumbaría como un castillo de arena. Vista desde fuera quizás diera pena, pero por dentro todo cambiaba. Estaba limpio, ordenado, cada cosa en su lugar, como a mi abuela le gustaba, y lo más importante de todo, había mucho amor. Aquella casita, situada cerca de la serrería, detrás de la catedral, era todo mi espacio, mi mundo, donde yo más segura, querida y protegida me sentía.
Aquél día, salí como siempre a las siete y media de mis clases por aquél portón viejo de madera, deseando llegar a mi vieja casa; deseando sobre todo abrazar a mis abuelos que era lo que yo más necesitaba en esos tiempos. Por las calles, ya se escuchaban a lo lejos los tambores y trompetas de las bandas que iban calentando y anunciando la próxima Semana Santa. Al pasar por la plaza de la Aurora veía cómo el gentío se iba haciendo más numeroso conforme las tardes se iban alargando. Del mismo modo iban aumentando el número de vencejos que sobrevolaban incansables.
Cuando ya me iba acercando a la casa sentí un vuelco en el corazón. Algo me hacía sentir incómoda y nerviosa y aún hoy no podría decir con claridad qué era. Fuese lo que fuese me hizo acelerar el paso y llegar casi sin aliento a la puerta. La casa seguía en pie. Todo parecía normal. Aun así, esa sensación de desazón y desasosiego no cesó, y lo que es peor, mi corazón latía a un ritmo descontrolado que perturbaba mi respiración.
Llamé a la campanilla con todo el ímpetu que pude. Mi abuela me abrió como de costumbre con una dulce sonrisa y unos ojos tiernos que siempre se le llenaban de lágrimas. Con su viejo delantal puesto y sujeto con sus imperdibles, y oliendo a guiso recién hecho, me recibió con un fuerte abrazo. Notándome intranquila me preguntó qué pasaba. Sin saber lo que responder le pregunté por el abuelo. Me dijo que estaba en la salita, como siempre, leyendo su periódico y fumando su pipa. Aceleré el paso en busca de él. En cuanto entré en la estancia y lo observé, la sangre se me heló y me quedé por unos segundos petrificada y sin saber qué hacer. Se encontraba sentado en su sillón, con los ojos cerrados, las manos sobre el periódico y su pipa apagada. Su rostro lleno de surcos tenía una expresión anormal, con un color cetrino que no presagiaba nada bueno. Noté la mano de mi abuela apretándome el brazo cuando llegó a mi lado, y entonces reaccioné. Rápidamente le dije que llamara a una ambulancia, mientras yo arrastraba como podía el cuerpo de mi abuelo hasta tumbarlo en el suelo. Comencé a realizarle los primeros auxilios. Uno, dos, tres,…uno, dos, tres,…
A partir de ahí todos los recuerdos que tengo son sordos; imágenes con cada detalle: de mi abuela de rodillas llorando y cogiéndole la mano a mi abuelo, como queriendo retenerlo a su lado, la llegada del personal de la ambulancia, los vecinos revoloteando llevando a mi abuela en bandada…y sobre todo el gran vacío en calma de mi interior. Ya no tenía esa desazón que me inquietaba. Respiraba tranquila. Calma, todo era calma.
Ese fue el primero de los presentimientos que tuve. Los demás me los guardo para mí. Mi abuelo era mayor y por supuesto que tenía que morir, como todos, pero ese día no. Disfrutamos juntos quince años más, y fueron, junto a mi abuela, los mejores años de mi vida.

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